Las calles olían a pan francés recién salido del horno, a gasolina de bus viejo y a serenata de trío mal afinado. Las noches eran más oscuras, pero también más sinceras.
La musica psicodelica llenaba los radios, en diferentes etapas.
La moda hippie se mezclaba con movimientos sociales, amor y paz, no a la guerra, amor libre, eran las consignas de los jóvenes.
Carlos estudiaba en la Universidad Nacional y soñaba con cambiar el mundo... o al menos con pasar cálculo diferencial.
Su amigo inseparable era el Chino, un ordenanza flaco y vivaz que trabajaba en un periódico local, donde aprendió a leer los titulares antes que el café estuviera listo.
Eran inseparables. Cada viernes se juntaban en una banca del parque Centenario,
con la quincena a medio gastar y la cabeza llena de teorías: desde cómo
enamorar a las hermanitas de la pupusería, las secretarias del banco, las
visitas a la "cara de caballo" hasta cómo lograr que el bus no se quedara sin
frenos o no hechara humo.
Aquel viernes fue distinto. El Chino llegó emocionado, con los ojos
brillando como si hubiera descubierto América.
—¡Mirá, vos, Carlos! —dijo mientras sacaba un paquetito envuelto en papel
periódico—. Me cayó una cosa buena, importada. Esta la venden allá por la calle Castillo.
Dicen que la fumás y ves la vida en tecnicolor.
—¿Y esa de cual es? —preguntó Carlos, medio incrédulo.
—Se llama Red Point, suena fino, ¿no? Igual que las camisas que hacen
allá por Mejicanos. Si las camisas son buenas, la hierba ha de ser de primera.
Carlos dudó, pero el espíritu universitario —y la curiosidad juvenil—
le ganaron. Caminaron por la 12 avenida,frente donde fue la LOMA, buscando un
rincón tranquilo donde nadie los viera filosofar.
Rolaron la cosa y ….Entre bocanada y bocanada, el aire se fue
volviendo más liviano, el cielo más grande y las carcajadas más sabias.
—Mirá, vos, el poste se está moviendo y me llama —dijo el Chino.
—No, es que vos estás bailando —le contestó Carlos, aguantando la risa.
Decidieron seguir caminando, cuando a lo lejos vieron un local lleno
de luces, música y gente entrando y saliendo con bulla. Era el sindicato de la
IUSA, aquel edificio que antes había sido el famoso Mesón Buenos Aires, donde, vivian
, “los peligros” . adelantado.
—Ha de ser velada artística —dijo Carlos—. Entremos, a ver si hay pan
con café o al menos algo pa’ ver.
—Si hay música, que suene —respondió el Chino, que ya flotaba a tres
centímetros del suelo.
Cabe decir que en dicho local celebraban, fiestas rosas, casamientos,
bautizos y los muchachos del barrio aun sin ser invitados llegaban de “paracaídas”
a disfrutar de las comidas, bebidas y bailes. (sin ser invitados formalmente)
Entraron. El lugar estaba a reventar. Había muchachos de pelo largo,
muchachas con blusas artesanales y unos tipos haciendo malabares con antorchas.
Un grupo de teatro hacía parodias sobre la vida nacional, y el público se moría
de la risa. Carlos se carcajeaba con cada chiste, mientras el Chino miraba
fascinado el humo de las velas como si fueran estrellas fugaces.
La noche avanzaba bonita, alegre, tranquila… hasta que, al final, las
luces bajaron y salió una muchacha, que momentos antes hacía de payasita,
apareció con boina vasca y con un tambor
grande. Empezó a tocar una marcha, y los demás artistas salieron cantando:
“De pie cantar, que vamos a triunfar,
avanzan ya banderas de unidad…”
Era la canción de Inti Illimani, “El pueblo unido jamás será
vencido.”
Carlos y el Chino se quedaron viendo, primero curiosos, luego algo
asustados.
El público entero se paró, levantó el puño izquierdo y empezó a corear con
fuerza:
—¡El pueblo unido, jamás será vencido!
Y de pronto salieron banderas rojas, pañuelos, consignas.
El ambiente se volvió encendido, casi revolucionario.
Carlos susurró al Chino:
—¡Vos, creo que nos metimos a un mitin comunista!
El Chino, con la mirada fija en el tambor, solo dijo:
—¡Shhh! Dejá que terminen de cantar, tal vez después reparten atol shuco.
Pero no hubo atol. Hubo sirenas.
Allá afuera, empezaron a escucharse los ruidos de motores y los gritos:
—¡Disuélvanse, disuélvanse!
Los dos amigos, medio elevados y medio asustados, intentaron salirse entre
la multitud. Tropezaban con las sillas, pedían permiso, se disculpaban con los
que alzaban pancartas. En un momento, alguien los abrazó y les gritó:
—¡Compañeros, no se vayan, la lucha apenas empieza!
Los dos intentaron salirse discretos, pero entre tanta bulla y el
efecto de la Red Point, parecían dos pingüinos en procesión. Tropezaban
con las sillas, pedían permiso, y otros les
gritaban:
—¡Compañeros, no se vayan, la lucha apenas empieza!
—¡La mía ya empezó, y es para llegar al parque! —dijo el Chino,
agarrando a Carlos del brazo.
Ya afuera, las sirenas de la Guardia sonaban a lo lejos
Salieron como pudieron, esquivando la bulla, las luces y los uniformes
que ya se veían en la esquina. Corrían sin rumbo fijo, con el corazón en la
boca y las piernas torpes.
Carlos y el Chino salieron corriendo hasta el parque, jadeando,
sudando y con los nervios de punta. Se sentaron en una banca, viendo las luces
rojas perderse en la esquina.
Al llegar al parque se dejaron caer en una banca, cerca de la cancha y
respirando como dos corredores de maratón.
—¡Qué noche, vos! —dijo Carlos, aún jadeando.
—Sí… —respondió el Chino, mirando el cielo—. Pero eso sí, la Red Point
está buena, te hace ver hasta la revolución en colores.
Carlos se rió, nervioso.
El Chino se quedó pensativo un rato, y de pronto exclamó:
—Mirá vos, Carlos… ¿y si en vez de marihuana era incienso del
sindicato?
Carlos se dobló de la risa.
—¡Pues si era incienso, funcionó mejor que cualquier misa!
Y ahí quedaron los dos, tirados de risa en la banca, mientras las
sirenas se alejaban y el viento nocturno les traía el olor a pan dulce y
libertad.








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