En una fábrica colorida y bulliciosa en Yogyakarta, Indonesia, el
olor a aceite quemado, las máquinas calcetineras, apuraban los pedidos de las
grandes naciones, los países
desarrollados que necesitaban las prendas para lucir su esplendor y bonanza.
Los operarios corrían apresurados, alimentando las calcetineras con
los colores adecuados y las medidas precisas.
Las maquinas movían los hilos en
formas circulares a fin de confeccionar los calcetines de primera categoría.
Las marcas irían después, es el complemento que le da el prestigio a la prenda.
Y así en medio del rechineo de las máquinas, los agitados pasos de los
operarios, las miradas vigilantes de los supervisores, nacieron dos calcetines:
Izquierdo-derecho, hembra y macho, arriba y abajo, revés y derecho.
Eran del mismo lote, misma tela, mismos colores: azul marino con rayas
celestes, todo parecía normal, eran productos de fábricas del tercer, para ser
vendidos en el primer mundo, en tiendas de lujo.
Pero no podían ser más diferentes.
Vanesa era estirada, perfeccionista, se enorgullecía de sus costuras
rectas y de su forma impecable. —“¡Seremos los mejores calcetines del mundo,
pero solo si no nos arrugamos nunca!”— repetía, ajustando su elástico con
vanidad.
Brayan, en cambio, era un soñador. Soñaba con escapar de las cajas,
ver el mundo más allá de los pies, y hasta con volar. —“¿Te imaginas viajar en
mochila por el Himalaya? ¿O rodar por la alfombra roja en Hollywood?”—
susurraba mientras ella lo ignoraba.
Los empacaron juntos. ¡Qué horror para Vanesa!
- Mirándolo de
reojo ¿Con este deshilachado de ideas?”
Y así fueron enviados viajando en confortables paquetes, desde el
medio oriente, pasando por el estrecho de Ormuz, pasando por las respectivas
aduanas, identificados por los Qrs universales, a una tienda elegante de una
prestigiosa cadena, en Los Angeles, USA, donde costaban treinta y cinco dólares
el par. “Exclusivos”, decía la etiqueta.
Y para beneplácito y satisfacción de Vanesa, colocados en el lugar preferencial de los calcetines.
Vanesa se deleitaba viendo la clientela, portando las prendas de moda,
marca y precio que les daban prestigio y elegancia, y sobretodo para las promociones, donde la gente se aglomeraba en medio del ruido y la urgencia a que le cobraran y empacaran sus pedidos. .
Un día, un joven con gafas redondas y una mirada amable después de examinarlos con atención, los compró.
Era seminarista de origen polaco y pronto los empacó junto a sotanas,
libros y un rosario. Su destino: una institución católica en El Salvador.
Los calcetines no entendían nada.
Pasaron de un cajón pulcro a una mochila desordenada, de la ciudad de Los Ángeles a las comunidades eclesiales de base.
A un lugar donde las lluvias tropicales y el sol abrazante son
cotidianas.
El seminarista, entregado a su ministerio, pronto sintió que todo lo
que necesitaba era unas sandalias y unas sotana, pues descubrió y sintió que había
mucha necesidad en la comunidad.
Entonces, donó ropa a una fundación de utilidad pública.
En fin, que Vanesa y Brayan, terminaron en unas pacas mezclados con
toda clase de ropa usada y de media vida.
Luego fueron a para a unas grandes tiendas de ropa usada llamadas , SHOPIN
PLUS PACAS- versión El Salvador , en
donde fueron separados y colocados en lugares estratégicos y vistosos.
Un licenciado con gusto
peculiar, acostumbraba a visitar estos lugares, pues de acuerdo a su
experiencia, se podían encontrar prendas de vestir de marcas a precios bien
accesibles, aunque con ligeros detalles causados por el uso.
Cuando vió el par de calcetines, le gustaron y compró varias cosas… incluyendo a Vanesa y Brayan.
—“¿Otra vez juntos?”— gruñó Vanesa.
—“¡Quizás esta sea nuestra oportunidad de ver el mundo!”— dijo Brayan,
ilusionado.
Pero los días fueron difíciles. El licenciado los usaba para ir a la
oficina, para correr, para caminar por el centro de San Salvador, luciéndolos con
shores y calzonetas.
Y así cada noche… peleaban en la cesta de ropa sucia.
—“¡Tu talón está lleno de barro!”— chillaba Vanesa.
—“¡Y tú ni siquiera sabes disfrutar el olor a tierra mojada!”—
respondía Brayan.
Una mañana, mientras eran lavados a mano por la La niña Paca, que le ayudaba
al licenciado, ella, maltraba la ropa,
pues era muy poca la paga y la calidad del jabón no era la que le gustaba.
Los calcetines los estiraba y medio los enjuagaba, tirándolos en los
alambres del patio.
Brayan sintió una brisa fresca. Era su momento.
—“¡Vanesa! ¡Voy a vivir la vida que merezco!”— gritó, y con una
voltereta maestra se soltó del alambre. Cayó en el patio y rodó como bola de
algodón hasta llegar al jardín.
Con el menor ruido y camuflageado, notó que Nadie lo vio.
Vanesa, desde el alambre, sólo suspiró: —“¡Qué insensatez! ¡Qué falta
de compromiso con el par!”—
Echándole una mirada fría y con reproche, lo ignoró.
Pero Brayan rodó y rodó, se escondió en un arbusto, pasó días viajando
en la suela de un zapato ajeno, de un indigente que merodeaba por toda la ciudad,
este después se deshizo de el tirándolo en una ventana, allí vivió bajo un
pupitre escolar de una escuela cantonal, acompañó un picnic y fue llenado con aserrín para actuar como títere de un niño.
Roto, pero feliz,
se sintió por fin libre.
Vanesa, en cambio, fue olvidada en un cajón oloroso a criolina. Y aunque no lo decía, a
veces suspiraba por aquel compañero fastidioso que la hacía reír cuando menos
lo esperaba.
El par de calcetines de color
azul marino con rayas celestes más disparejo de Indonesia: ella, la perfecta;
él, el soñador.
Tal vez no nacieron para estar juntos… pero cada uno, a su manera,
encontró su destino.
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