Setenta años, un peinado antiguo, disciplinado
y una habilidad casi artística para archivar papeles sin que nadie supiera
exactamente qué archivaba.
Por eso, cuando llegó la invitación a una fiesta
de mercadeo —con letras grandes, colores chillones y exceso de signos de
exclamación— pensó que era una broma.
“Evento de integración con impulsadoras y promotoras ”, decía.
El lic. estuvo a punto de tirarla a la basura…
pero algo, tal vez el café cargado o la curiosidad tardía, lo hizo guardarla en
el bolsillo. Pensó “ de todos modos vivo solo, y para variar…..”
La fiesta era en un salón con luces que
parpadeaban como si tuvieran hipo.
Música fuerte, risas, y un ambiente que no
tenía nada que ver con memorandos ni sellos de recibido, ni vales de caja
chica, ni reportes contables.
El Lic. llegó temprano, como siempre, pero
bastaron dos cokteles para que se le aflojara el nudo de la corbata… y otro
nudo más profundo, existencial, el valeverguismo juvenil.
Primero fue el merengue. Movimientos
prudentes, de hombros, como si aún estuviera en horario laboral. Luego la
cumbia, donde ya se permitió una vuelta completa sin pedir permiso. Y
finalmente, cuando el DJ decidió que el respeto había muerto oficialmente,
llegó el reguetón.
Ahí ocurrió el milagro.
El viejo licenciado, el del archivo muerto,
descubrió músculos que no sabía que tenía.
Sus pasos no eran elegantes, pero sí
decididos. Había en ellos una mezcla peligrosa de entusiasmo, desubicación y
una energía que nadie —ni él mismo— esperaba.
Las promotoras lo miraban primero con risa,
luego con sorpresa, y finalmente con ese gesto incómodo que uno pone cuando
algo se sale del guion.
Las muchachas moviendo sus caderas, agachadas,
levantadas y con las letras sugestivas “mételo, mételo, sácalo, sácalo..”. Dale
Dale”. Rakata, rakata, si ella se pega, rakata.
Pum pum, pum pum, dale, dale, martillo y clavo,
pum pum,,,martillo, pum pum.
Bailó hasta que el cuerpo dijo basta… pero el
espíritu dijo “una más”.
Terminó la noche adolorido como si hubiera
corrido una maratón sin entrenar, pero con una vitalidad que no recordaba desde
quién sabe cuándo. Se fue a dormir convencido de que algo se había despertado.
Algo importante. Algo imprudente.
Ahí entra Jessica.
Jessica era una cariñosa, práctica y tenía una
paciencia entrenada, ya años le daba servicio y complacía metódicamente.
Cuando el Lic machón llegó a verla, ella
esperaba una velada tranquila, casi rutinaria.
Pero no.
El hombre venía con una energía que no figuraba en ningún manual.
Quería moverse, cambiar, inventar. Parecía haber
leído y aprendido el Kamasutra. Garganteado de sapo, Canto de
cama, torito
, candela chorriada, avioneta venenera, gato en cebadera, siervo
baleado, fueron sus platillos con Jessica.
Jessica pasó de la sorpresa a la incredulidad.
Luego a la molestia. Luego al cansancio.
—Don Paco (así se llamaba para ella)… —dijo en algún momento, ya con tono
profesional— usted no vino a conversar filosofía existencial, ¿verdad?, ¿y no
me va a contar ahora de sus viejas aventuras???
Cuando él, satisfecho y sonriente, pidió un
segundo round como si fuera lo más natural del mundo, Jessica decidió que había
límites que ni el entusiasmo ni el pago justificaban.
Jessica no era ninguna improvisada. Tenía un
radar fino para detectar fantasías tardías, promesas exageradas y entusiasmos
que duraban lo que dura una canción mal puesta.
No era solo la energía —que ya era mucha— sino
la convicción. Ese brillo en los ojos de alguien que acababa de
redescubrirse vivo, peligroso y, peor aún, creativo.
Mientras
se acomodaba el cabello frente al espejo, lo miró con una mezcla rara de
respeto y fastidio.
—Mire, Don Paco —dijo—, usted es buena gente,
paga puntual… pero lo suyo ya es mucha exigencia, ni mi marido, me deja así.
Después de terminar, contar el dinero y
ponerse los zapatos, fue clara:
—Así ya no vuelvo a salir con usted. Mucha
exigencia, demasiada energía… y yo mañana trabajo.
El asintió, con una serenidad triunfal, como
quien acepta una sanción sabiendo que valió la pena.
El lunes llegó a la oficina puntual, con
ojeras gloriosas y una sonrisa misteriosa. En el cafetín, mientras removía el
azúcar, soltó la frase como quien deja caer una bomba:
—aja!!!, gud morning. cipotones… la Jessica me
mandó a la M. Ya no me va a dar servicio.
Silencios sepulcral.......
—¿Por qué? —preguntó uno, incrédulo.
Respiro profunda y solemnemente.
—Porque no aguantó, la sacudida que le pegué.
Nadie supo si creerle. Pero desde ese día,
cada vez que el lic. archivaba algo, lo hacía con un ritmo extraño… como si de
fondo aún sonara un reguetón lejano.
